La primera pesadilla

Con motivo de la fundación del Círculo de escritores errantes nos propusimos que cada autor realizaría dos relatos del género fosco y luego se decidiría cuál pasaría a formar parte de la antología. Experimento fallido resultó el vencedor en esa singular contienda, en detrimiento de este texto. Sin embargo creo que sería injusto no ofrecer a quien lo desee la oportunidad de leerlo. Está basado en una serie de relatos que escribí hace tiempo y que algunos quizás conozcan gracias al primero de ellos que salió a la luz, Pesadilla número 9, en el libro Un portal de Palabras. Aquí tenéis la primera pesadilla, la que lo inició todo.


            –Adelante, por favor
            Es una chica preciosa, pienso de inmediato. Cabello rubio resplandeciente, ojos azules de un ligero tono verdoso, rostro angelical salpicado por alguna tenue espinilla que la dota de una expresión inocente. Y qué decir de su figura. Su físico se pasea por propia voluntad, atravesando la frontera que separa dos calificativos de sobra usados por infinidad de hombres; atlético y exuberante. Me obligo a apartar esos pensamientos, tan poco profesionales. Si bien antes de hacerlo me permito mirarla de nuevo. Me resulta ligeramente familiar.
            –No se quede de pie, por favor –insisto en mantener un tono afable, que espero le resulte agradable–. Siéntese, señorita.
            Ella me obedece mansamente, sin denotar reacción alguna a mi esforzado intento de parecer simpático.
            –Doctor… –comienza a hablar, aunque se detiene.
            Me mantengo unos segundos mirándola sin decir nada, aguardando que se decida a continuar. No parece querer arrancar, ni dejarse llevar. Mi analítica mente esboza un plan de acción.
            –Señorita –digo adoptando un tono más serio–, usted ha venido a mí. Pero no podré ayudarla si ni siquiera es capaz de hablarme –sonrío, para quitar algo de hierro a mi directa apreciación–. Comencemos de nuevo: me llamo Lucas Trogado, encantado de conocerla –hago una deliberaba pausa para consultar el expediente–… señorita Gálvez.
            –María –completa ella–, llámeme María, por favor.
            –Así me gusta –esbozo una nueva sonrisa–. Y bien, María. Dime qué te ha traído a mi consulta.
            Su mirada denota duda una vez más, miedo quizás.
Una vez más retorna a mí esa sensación, que creía dominada. Me siento excitado tan sólo de pensar qué pueda revelarme. Esa curiosidad innata que siempre he tenido. Ella va a revelarme algo que la aterra.
            –Mire, doctor –su voz parece ganar algo de seguridad–. He tenido algunos problemas de sueño últimamente. Los médicos me están tratando, pero también me han recomendado que visitara a un psicólogo.
            –Cuéntame –y me apresuro a añadir–. Y no me trates de usted, que tenemos casi la misma edad.
            Sonríe ante mi comentario. Parece que se relaja ligeramente. Así le será más fácil abrirse a mí y mostrarme qué la inquieta.
            –Me duermo en los sitios más insospechados, sin motivo alguno. No es que tenga somnolencia y me quede dormida. Me ocurre de inmediato. Me doy cuenta de que me he dormido al despertarme más tarde.
            – ¿Narcolepsia? –aventuro; con una descripción tan escasa poco más puedo elucubrar.
            Ella se encoge de hombros, completando la expresión con un gesto de manos que deja claro su desconocimiento del tema.
            –No lo sé –refuerza con sus palabras–. Los médicos dicen que no lo parece. No tengo los síntomas habituales. Nadie de mi familia ha tenido nunca esa enfermedad. Además –deja la frase en el aire unos segundos, como si dudara–, está lo de la pesadilla.
            – ¿La pesadilla? –Pregunto– Háblame de ella.
            –Sólo la tengo cuando sufro esos extraños ataques de sueño. Y cuando despierto la recuerdo, con todo detalle
Noto un ligero temblor en su voz, quizás fruto del esfuerzo de abrirse a mí.
            – ¿Es siempre la misma?
            Ella asiente. Por primera vez me mira a los ojos. Hasta ese instante su atención había huido deliberadamente de mi rostro. Vuelvo a sonreír, mostrando una cara afable, de confianza.
            Mi gesto de mano es suficiente indicación. Sabe lo que aguardo; que prosiga.
            –Estoy en una calle oscura y estrecha, completamente sola. Me recuerda a los callejones que he visto en las películas de terror. Camino distraídamente hacia una luz, que se ve al fondo.
            No necesito hacer el más mínimo esfuerzo para visualizar la imagen. Mi imaginación siempre ha tenido facilidad para esto.
            –Esa luz, ¿cómo es? –le pregunto– ¿Un comercio abierto? ¿Una farola?
            Niega con la cabeza.
            –Sólo veo la luz al fondo, nada más. Camino durante unos metros cuando todo comienza.
Mi mente se colapsa de visiones sugerentes, impulsadas por esas dos palabras.
Todo comienza.
            –Y la calle, ¿cómo es? ¿Hay comercios, escaparates o porterías?
            –No –responde con rapidez–, sólo paredes.
            –Primero es un susurro, casi apagado. Pero luego se hace más fuerte. Se acerca hacia mí.
            – ¿El qué? –mi voz deja escapar quizás en demasía mi ansia por saber más.
            Ella me mira con una expresión que no acabo de discernir. Quizás mi interés le parece demasiado directo.
            –No lo sé –dice reforzando su negativa con la cabeza–. Es un sonido extraño, aunque familiar al mismo tiempo.
            –Descríbemelo –mi petición es decidida, casi una orden.
            –Es como el oleaje que se escucha cuando te acercas una concha de mar al oído, aunque más tétrico. Hay algo más, un gemido que no sé cómo describir. Me pone los pelos de punta tan sólo recordarlo.
            – ¿Qué ocurre después?
            –El sonido se acerca a mí. Lo noto. Comienzo a correr asustada, aterrorizada, hacia la luz –su voz denota intranquilidad, como si rememorara la escena una vez más–. Estoy corriendo durante no sé cuánto tiempo, pero no alcanzo la luz. De repente se apaga y me quedo completamente a oscuras. No veo nada. Tengo mucho miedo e intento acercarme a la pared más cercana y –su voz se torna un susurro, apenas perceptible–… no está.
            La visión de la chica buscando a tientas se me antoja interesante, sugerente. Denota un ansia por hallar un punto de referencia, un apoyo. Refleja una clara necesidad de apoyo ante la ausencia de control en situaciones potencialmente peligrosas.
            –Tanteo con las manos en todas direcciones, sin tocar pared alguna. Y el ruido se sigue acercando. Ahora ya no se parece al de antes. Es más –deja la frase en el aire, como si buscara el adjetivo para calificarla.
            – ¿Humano? –me atrevo a completar.
            Ella me observa con inquietud en los ojos. No necesito que diga nada. Sé que he acertado. Tiene miedo ante la incertidumbre de la situación.
– ¿Te resulta familiar? –insisto– ¿Es alguien que conozcas?
Niega con la cabeza.
Confirmo mi diagnóstico inicial; ansiedad ante la falta de control provocada por lo desconocido.
            –Sin saber cómo, tropiezo con algo y caigo al suelo –continúa, si bien su voz es más apagada, denotando mayor temor ante el avance de su narración–. El miedo acaba por apoderarse de mí e intento gritar, pedir ayuda. Pero no puedo. Me palpo los labios y mi lengua. Todo parece estar bien. Pero no emito sonido alguno. Y mis oídos sólo captan ese ruido, que ahora sí parece una voz.
            Hace una pausa, con evidentes signos de sequedad en los labios. Me levanto rápidamente y me acerco al pequeño mueble donde guardo algunas bebidas. Descarto cualquier tipo de refresco o néctar. Necesita simplemente agua.
            Le acerco un vaso con el incoloro líquido y ella se lo bebe con avidez, casi con ansia. Mientras termina su contenido le pongo una mano en el hombro. Eso la sobresalta ligeramente y me clava la mirada, como si le desagradara. Sé que no es profesional establecer contacto físico con los pacientes. Pero ella tiene algo extraño, distinto a mis visitas habituales.
            –Tranquila –le digo, manteniendo la mano en el mismo lugar–. Si quieres descansa un momento y luego seguimos.
            Ella asiente con la cabeza y me devuelve el vaso. Instintivamente me acerco al mueble y lo lleno de nuevo. Esta vez no se lo ofrezco, sino que lo dejo sobre la pequeña mesa que tengo junto a diván. Me siento en el mismo, invitándola a levantarse de la silla y acompañarme.
            Me sonríe, aunque de forma fugaz. Por primera vez observo una nueva expresión en su rostro. No hay miedo, ni angustia. Tampoco percibo apatía o desagrado. Los escasos segundos que tarda en sentarse en el sillón me permito contemplar su esbelta figura una vez más. Tiene elegancia al moverse, una musicalidad que transmite a cada paso. Cualquier persona quedaría sin duda prendada de una chica así. Interiormente me doy de nuevo una profunda reprimenda ante mi último pensamiento. No resulta nada profesional.
            –Quiero seguir –dice apenas se sienta–. Necesito contarlo y cuanto más tardo en hacerlo más incómoda estoy.
            –Pues adelante, María –sonrío por enésima vez–. Soy todo oídos.
            Coge de nuevo el vaso y le da un largo trago, que veo deslizarse con suavidad garganta abajo. En lugar de dejarlo en la mesa, lo sujeta con ambas manos.
            –Cuando estoy en el suelo, cansada de intentar gritar, mis manos rozan algo –la voz se torna una vez más un susurro–; lo que me ha hecho tropezar.
            Aguardo expectante a que revele la naturaleza del objeto. Seguramente me revelará un dato crucial para discernir qué pasa por su mente.
            –Por el tacto no lo reconozco, al principio –continúa–. Es algo metálico, del tamaño de una caja de zapatos. No –rectifica con rapidez–, un poco más grande. Es cilíndrico y más ancho. Tiene algunas aberturas a los lados.
            –Has dicho que no lo reconoces, al principio –la interrumpo–. ¿Y luego?
            –Sí –el susurro adopta un tono sombrío, que jamás había captado antes en un paciente.
Aúna multitud de sentimientos y miedos, todos ellos lúgubres sin duda alguna.
            Baja la cabeza y centra su atención en el suelo. Me incorporo y extiendo la mano hasta rozar su mentón de forma suave, haciendo que levante la mirada hacia mis ojos.
            –No tengas miedo, María. Continúa.
            –Es –le cuesta dejarlo salir–… es una especie de máscara.
            –Una máscara –no puedo evitar repetirlo, absorto en el profundo significado del vocablo, sin ser consciente de que ella aguarda algún tipo de comentario–… ¿Has dicho una máscara? ¿De qué tipo?
            –No sé por qué –responde con abatimiento–, pero estoy convencida de que es una máscara de tortura.
            – ¿De tortura? –logro balbucear.
            Ella asiente con la cabeza.
            –Ya sé que suena extraño –dice recuperando un tono más relajado–. Ni yo misma lo comprendo. Nunca he visto una máscara de tortura, salvo en alguna película. Además, ésta no la veo. Tan sólo la toco. Pero no dudo que lo es.
            Miro hacia el techo del despacho, prestando deliberada atención a la vieja lámpara, que proyecta una luz difusa cuidadosamente estudiada para dar el ambiente apropiado a la consulta. Su forma no guarda semejanza alguna con una máscara de tortura. Pero logra que yo visualice tal objeto superpuesto en ella.
De repente lo comprendo todo: mi sensación de familiaridad ante la chica, mi intuición ante su problema. Es una casualidad, casi imposible; una señal del destino.
            –No te preocupes por eso, María –logro concentrarme de nuevo en ella–. Continúa.
            –La voz es ahora reconocible. Es de hombre, pero suena distorsionada.
            – ¿Distorsionada?
            –Sí, como si no fuera natural. De forma extraña me recuerda a como se escuchan a veces las voces en centros comerciales; por megafonía.
            – ¿Qué dice esta voz?
            Sus manos se cierran con más fuerza sobre el vaso, como si intentara romperlo.
            –Ya estoy cerca –adopta un tono sombrío y grave, quizás pretendiendo imitar de forma inconsciente una voz que no es la suya–. Pronto llegaré a ti y seré parte de tu mundo. Jamás podrás alejarte de mí.
            Lágrimas comienzan a asomar en sus ojos, denotando el tremendo esfuerzo de rememorar tal recuerdo.
            Me levanto nuevamente y le cojo el vaso, haciendo al mismo tiempo que se incorpore. La atraigo hacia mí de forma paternal, dejando que rompa a llorar abiertamente sobre mi pecho. Su contacto me hace estremecer. Sé que mi acto supone un incumplimiento flagrante de mi propio protocolo; nunca establecer contacto físico prolongado con un paciente. Pero en este momento me importan poco esas normas. Además, en la consulta sólo estamos ella y yo.
            –Tranquila. Todo está bien, María –le digo mientras la abrazo.
            Ella deja de llorar y me mira, con los ojos aún encharcados. Quizás es la luz difusa que genera la lámpara, quizás la situación. Pero en ese momento esos ojos se me antojan lo más bello del mundo, sensibles, necesitados de ayuda y de cariño. Y al mismo tiempo los percibo débiles, conscientes de su escasa determinación y su necesidad de estar sujetos a una dependencia. También hay miedo en ellos, temor al recuerdo.
            –Gracias doctor –me dice zafándose de forma pausada de mi abrazo–. Necesito continuar.
            –Llámame Lucas –insisto de nuevo–. Y creo que deberías descansar. Podemos dejarlo para otro momento si quieres.
            Miento deliberadamente. Necesito que continúe, que llegue hasta el final. Tengo que cerciorarme.
            Se sienta de nuevo y aguarda a que yo lo haga a su vez. Pero esta vez lo hago a su lado, cogiéndole la mano. Sé que un apoyo humano conseguirá que se atreva a llegar hasta el final.
            –Me incorporo y comienzo a correr de nuevo, sin saber hacia dónde. Entonces el sueño cambia.
            – ¿Cambia? –pregunto sin comprender.
            –Sí –responde con seguridad–, es distinto. Estoy corriendo y al segundo después me encuentro sentada de nuevo. Noto que tengo algo en mi cabeza. Me toco y mi temor se confirma. Llevo la máscara de tortura y además me siento mareada. Intento quitármela, pero no puedo. Parece estar cerrada con un candado. Intento gritar de nuevo, pero sigo sin poder hablar.
            – ¿Y la voz?
            –Está cerca, muy cerca. Puedo sentir que está a mi lado, aunque no me toca. Intento levantarme y descubro que tengo los pies atados.
            – ¿Atados? –titubeo al expresar la pregunta.
No sé si tengo miedo de oír la respuesta o es en realidad ansiedad por conocerla.
            –Tengo unas cadenas en ellos –dice–. Noto el tacto metálico. No están muy apretadas, pero aun así sé que no podría caminar con ellas.
            – ¿Te dice algo la voz?
            –Ya estoy aquí, soy parte de tu mundo –vuelve a adoptar el tono grave, sin parecer reparar en su intento de imitación–. Jamás podrás alejarte de mí. Escucha con atención, oye el rumor del agua. Pronto te reclamará y yo estaré allí para verlo.
            Al decir la última frase rompe a llorar de nuevo, buscando de forma instintiva mi hombro. Se lo ofrezco sin reservas, consciente de que su relato ha terminado. Esta vez el llanto se prolonga más. Necesita el contacto humano, no para reforzar su convicción, sino por el mero hecho evitar la sensación de soledad.
            –Ya está, María –digo mientras le acaricio el cabello con suavidad–, tranquila.
            Mi voz parece surtir efecto y cesa el lagrimeo, alejándose esta vez de forma más rápida. En su rostro creo captar un sentimiento nuevo, distinto de los anteriores. Juraría que es rubor.
            –Lucas –mi nombre al salir de sus labios se me antoja distinto, como si no fuera mío–, ¿estoy loca? ¿Tiene cura esto?
            La miro un instante, pensando en cómo abordar la cuestión. Como psicólogo tengo un diagnóstico, una recomendación y un procedimiento. Pero Lucas el psicólogo está ahora aparcado en el rincón más profundo de mi memoria. Ahora es otra cosa lo que me interesa.
            –María –digo adoptando un tono serio–, tú no tienes miedo al agua ¿verdad?
            –Por supuesto que no –niega con la cabeza enérgicamente–. De hecho, estaba en el equipo de natación del instituto. No era de las mejores, pero me defendía bien en competiciones.
            – ¿Y ahora no compites?
            –Lo dejé en la universidad. Ahora trabajo y tan sólo voy a nadar dos o tres veces por semana. Pero te aseguro que nunca he tenido miedo al agua.
            – ¿Y desde cuándo hace que tienes estas pesadillas?
            Mira al suelo, denotando un esfuerzo por hacer memoria.
            –Pues no lo sé, la verdad –reconoce con un tono que aún no había usado, que expresa sinceridad bañada con duda–. Comencé a tenerlas hará unos meses. Aun así, siempre tengo la sensación de que viene de hace años, aunque no las recordara hasta hace poco.
            –Podría ser un trauma del pasado –intento parecer convincente, sabiendo que es cierto lo que digo a pesar de no terminar de creerlo–, que tu mente bloqueó por algún motivo. Y ahora sale a la luz y podría ser causa de tu trastorno.
            – ¿Y qué puedo hacer?
            Sonrío de forma suave, demostrando seguridad.
            –Confiar en mí, María. Debemos encontrar la fuente de tu miedo oculto y eso no lo podemos hacer en la consulta.
            Ella me mira sin comprender.
            –Programaremos una sesión especial la próxima vez, pero no aquí. Será en la piscina, donde tú nades habitualmente.
            –Pero –parece dudar–… yo nado por las tardes, casi al anochecer. En ocasiones me acerco a la piscina después de cenar.
            –No hay problema –le digo quitándole importancia con un gesto de mano–. Yo también disfruto del agua, aunque no voy demasiado últimamente. Me irá bien recuperar el hábito.
            Ella me mira sin decir nada más, mostrando el rostro angelical que había visto cuando entró. Aunque esta vez denota menos cansancio quizás.
            La acompaño hasta la puerta y le indico que deje su teléfono de contacto a la recepcionista. Le digo que la llamaré para concretar el día. Se despide de mí con un sobrio apretón de manos, nada acorde con las muestras de cariño que me ha regalado unos minutos antes, cuando se sentía débil.


            El último paciente, tras María, se me ha antojado muy cansino. No me sorprende en absoluto. Ahora sólo puedo pensar en ella. Cuando el hombre abandona la estancia, arrastrando unos complejos de impotencia ante el futuro de su vida, plenamente justificados, cierro con llave. No quiero ser molestado.
            La búsqueda me lleva varias horas, centradas en su mayoría en localizar el destino de los archivos más antiguos que guardo. Ni siquiera pertenecen a esta consulta, o a otras en las que he ejercido. Son de mi época de estudiante, casi relegada al olvido en apenas diez años. Al fin localizo una parte, la que me interesa. Una carpeta cerrada y precintada, que recordaba en ocasiones como el fracaso de un necio novato en la disciplina.
            La abro con cuidado, quizás con algo de parsimonia, como si un acto sagrado fuera la revelación de lo que allí hay. La primera página incluye un título: Análisis del miedo simulado por hidro inducción. Aparto unas cuantas hojas, repletas de disertaciones sobre un tema que nadie, salvo yo mismo, había leído. Un proyecto descartado para su difusión, al menos hasta el momento adecuado. Esbozo una sonrisa para mis adentros. Quizás ahora podría recuperarlo y continuarlo. Aún se necesitaban años para presentar unas conclusiones adecuadas y bien cotejadas.
            Un par de fotografías aparecen ante mis ojos, haciendo salir a la superficie mis recuerdos del pasado. Están algo desgastadas, la calidad del papel fotográfico era escasa. Y ciertamente la cámara con las que fueron tomadas no se contaba entre las de mejor calidad, sin olvidar el hecho que mi conocimiento de esa disciplina artística era tan escaso en el momento de hacerlas como lo continúa siendo ahora. Pero cumplían su cometido como registro visual de los objetos usados para el experimento.
Las imágenes pasan a un segundo plano cuando hallo el verdadero motivo de mi búsqueda en el pasado: una grabación, en un formato antiguo y caído en el olvido.
            Tardo casi una hora más en encontrar un reproductor para poder escuchar su contenido. La espera consigue aumentar mis ansias por recordarlo, por revivirlo. Meto la cinta en el aparato sin ni siquiera molestarme en rebobinarla. Recuerdo perfectamente el punto en el que siempre la dejaba lista, para volver a escucharla.
            El sonido es deficiente, desgastado. Y la voz no es reconocible. Aunque el distorsionador de voz era rudimentario, resultaba práctico. Me deleito escuchándolo, como tiempo atrás.

Ya estoy cerca. Pronto llegaré a ti y seré parte de tu mundo. Jamás podrás alejarte de mí.