El duende y la paloma

Breve relato, escrito allá por el 2009 sobre una conversación entre un duende y una paloma. Es quizás una pequeña reflexión sobre la felicidad, narrada en clave de fábula.

Érase una vez un duende llamado Tul, que habitaba en un pequeño bosque cercano a un pueblo. Vivía feliz y contento, correteando por entre matorrales y arbustos, jugando con las ardillas y demás animales del lugar.

Un día cualquiera estaba sentado tranquilamente en la raíz de un árbol, compartiendo una pipa repleta de buen tabaco con su gran amiga, la paloma Gea, que estaba de paso.

–Esto es el paraíso –dijo el duende–. Vivo en un precioso bosque. Tengo muchos amigos. Todo es perfecto –y añadió–. A veces pienso que incluso demasiado.

          –Nunca digas que eres demasiado feliz –reprochó la paloma tras darle una calada a la pipa–. Alguien podría oírte y creer que estás en lo cierto.

          – ¿Y qué si lo hace? –se rio– Eso será señal de que me envidia.

          –Es posible –reconoció Gea–. Aunque también puede pensar que tu felicidad no vale más que la suya o la de otros y que debería estar repartida. El bien de muchos tiene más fuerza que la felicidad de uno solo.

          –Arrebatarle la felicidad a uno para repartirla entre los demás implica hacer desgraciado a ése que antes la disfrutaba –dijo Tul–. Nadie haría eso.

          –No subestimes la capacidad de los seres para ampliar su felicidad a costa de la desgracia de otros.

          –¿Qué tal tu viaje? –cambió de tema el duende– ¿Has visto muchas cosas interesantes?

          Gea lo miró con una expresión que éste no supo definir. Al fin y al cabo era una paloma y tampoco podía desarrollar ningún complejo juego facial.

          –El viaje es largo –respondió–, como siempre lo ha sido. He recorrido cientos de kilómetros y lo que más he visto han sido humanos. Esos grandullones se están expandiendo por todas partes.

          –¿Sí? –se sorprendió su amigo– Yo la verdad no me trato demasiado con ellos. Tan sólo me acerco de vez en cuando a su pueblo a por tabaco. Todos me parecen iguales.

          –Pero no lo son –interrumpió Gea–. Cada uno tiene sus sueños y anhelos. Por desgracia muy pocos son realmente felices. A veces, cuando me detengo en alguno de sus pueblos, escucho lo que dicen. Jamás he oído a ninguno decir que era demasiado feliz.

          –Son una especie insatisfecha –rio el duende–. Es cosa de su corta vida. Con tan poco tiempo para disfrutar de las cosas sienten que deben experimentarlo todo y se quedan a medias.

          –No te creas –habló de nuevo la paloma interrumpiendo a su amigo–. Ellos han descubierto una forma de conseguir disfrutar en cierta manera –adoptó un tono enigmático.

          –¿Cuál? –preguntó Tul intrigado.

          –Sus hijos –respondió la paloma–. Ellos legan lo más importante y vital de sus experiencias a sus primogénitos y éstos, en lugar de comenzar desde cero, ya cuentan con un paso más. Creo que lo llaman evolución.

          –¿Y cómo funciona exactamente? –se interesó.

          –Por lo que he observado en mis viajes los humanos actúan de forma gradual –explicó–. Primero hacen un descubrimiento o tienen una idea sobre algo que puede serles útil. Experimentan con ello, desarrollan teorías –y aclaró–, equivocándose a menudo y debiendo comenzar de nuevo. Aunque poco a poco avanzan por el camino correcto, en dirección a lo que buscan.

          –Sí, eso ya lo sé –cortó el duende con un ligero tono de condescendencia.

          –Cuando son ya ancianos –continuó Gea– les explican a sus hijos cómo seguir el camino correcto, que se recorre más rápido cuando conoces qué te encontrarás. Esta nueva generación comienza su andadura un paso más adelante –hizo una pequeña pausa para darle otra calada a la pipa–. Y con cada siguiente generación se avanza un poco más.

          –Eso es trabajo en equipo –rio Tul–. Y aunque sea de elogiar no quita la verdad –se puso un poco serio–; que no saben cuál es su verdadero camino para ser feliz.

          –No es exactamente eso –esta vez fue la paloma quien cortó a su amigo–. Estás equivocado.

          El duende la miró con extrañeza. Gea jamás en sus anteriores visitas se había mostrado tan directa en sus palabras. Cogió la pipa y le dio una larga calada, deleitándose con un juego de anillos que había creado al expulsar el humo.

          –El principal problema de los humanos –continuó la paloma– no es que no sepan dónde hallar su felicidad, sino que no saben dónde no está.

          –No te comprendo –reconoció el duende.

          –Te lo explicaré de este modo –adoptó un tono afable, como el de un adulto diciendo algo a un niño–. Mi felicidad consiste en volar libre allá donde mi instinto me guíe, siguiendo a mis compañeras donde haga más calor y abunde la comida. Sin mis alas yo no sería una paloma, ya que habría perdido mi razón de ser: volar libre.

          –Eso lo entiendo –interrumpió–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con saber cuál no es tu felicidad?

          –Te pondré otro ejemplo –continuó–. Tú eres feliz aquí, en el bosque, jugando con los animales, compartiendo tabaco y una buena conversación conmigo. ¿No es así?

          El duende asintió.

          –¿Y qué pasaría si hubiera un incendio en el bosque y casi todos los árboles y animales murieran en él? –adoptó un tono de extrema seriedad– Perderías a tus amigos, tu hogar y tu razón de ser.

          –Si eso ocurriera imagino que moriría –dijo con tono afligido–. No puedo concebir la vida sin esto.

          –Del mismo modo que yo también moriría de pena si no pudiera volar –continuó Gea–. Esa es la diferencia con los humanos. Ellos no saben cuál es su felicidad verdadera como bien dices, como tampoco saben si ese camino que están siguiendo les conducirá a ella o no. Y aun así se obcecan en ir por esa senda.

          –¿Qué tiene que ver su tozudez con saber que algo no lleva a la felicidad?

          –Yo sé cuál es mi felicidad y el camino que me lleva a ella, siendo éste parte de esa alegría, incluso con las penalidades que pueda comportar. Pero imagina que una paloma al nacer no supiera que su mayor anhelo es volar y se dedicara a caminar, en lugar de surcar los cielos.

          –Sería un ave desgraciada y pronto moriría –dijo Tul con convicción.

          –Así es –reconoció Gea–. Aunque, ¿y si no supiera que caminar no es su destino? Entonces continuaría caminando incansable, con la esperanza que esa decisión le llevara a hallar la felicidad.

          El duende miró a la paloma a los ojos, comprendiendo al fin lo que su amiga había tratado de explicarle. Era triste que los humanos fueran así, obcecados en buscar caminos cada vez más extraños para hallar la felicidad que ansiaban, sin detenerse a pensar realmente cuál era.

          –Además tienen otro problema –continuó Gea.

          – ¿Cuál?

          –Como han buscado por tantos caminos distintos y no saben cuál es el que les reportará la felicidad han desarrollado un sentimiento individual. Son conscientes que todos los de su especie buscan la felicidad, pero están convencidos de que la suya no es la misma que la de los demás.

          –¡Qué ingenuos! –rio Tul– Si todos provienen del mismo lugar deberían comprender que su felicidad ha de ser la misma, aunque tenga distintos matices para cada individuo.

          –Ese es el problema –habló de nuevo la paloma con seriedad–. Al haberse desperdigado tanto y buscado la felicidad por caminos tan distintos piensan que es imposible que sus sueños y esperanzas sean iguales.

          Tul pensó en preguntarle a su amiga una duda que tenía desde que habían iniciado la conversación sobre los humanos. Pero temía que Gea lo tomara por tonto. Así que decidió guardársela.

          –El sol comienza a esconderse –dijo ella–. Debo ir a resguardarme de la noche con mis compañeras. Mañana partiremos de nuevo hacia el Sur, a tierras más cálidas.

          –Ha sido una buena charla, amiga mía –agradeció la visita–. Espero que cuando vuelvas de nuevo a este bosque el año próximo me hagas otra visita.

          –Dalo por hecho –la manera de cerrar los ojos rápidamente pretendía expresar la sonrisa que el ave era incapaz de mostrar con su pico–. Mi felicidad está tanto en volar como en compartir charlas con buenos amigos.

          –Y la mía recorrer el bosque y jugar con los animales tanto como compartir un buen tabaco con una buena amiga –correspondió Tul.

          Gea se alejó dando pequeños saltitos hasta una zona donde podía iniciar el vuelo sin problemas. Giró el cuello hacia atrás e hizo un movimiento de cabeza, en señal de despedida, antes de desplegar sus alas.

          El duende, viéndola marchar volvió a recuperar la duda que no había tenido el valor de expresar en voz alta a su amiga. Quizás se la planteara el año próximo.

          ¿Sabría ella cuál era la verdadera felicidad de los humanos?